Últimas palabras… por Virginia de la Cruz Lichet

(…) En sus Epilografías, Marco Sanz nos concluye un discurso que lleva perorando desde hace tiempo. En su trabajo intuimos aquello que nos está narrando: primeros planos de algunos detalles, visiones fragmentadas, simbólicas, y en muchos casos visionales. La cámara se trasforma en una suerte de espectroscopio. Creemos ver lo que no vemos: juegos de luces, fuertes contrastes, detalles imperceptibles, huellas y, como no, el paso del tiempo.

Estos cementerios, cuyo origen griego viene a significar dormitorio, se llenan de vida, paradójicamente. Sus habitantes pétreos, con carácter angelical, pueblan estos lugares. Palabras escritas, epistolares, viajarán a otro lugar, a un Más Allá etéreo, inconsistente. Mensajes, en definitiva, de despedida, de lo que nunca se supo decir y que, ahora ya, se escribe inevitablemente, quedando grabado así para siempre en nuestra memoria visual.

En trabajos anteriores, (…) se nos anticipa otro de los elementos que podemos percibir en Epilografías: la imponencia y presencia de la arquitectura religiosa y la cruz que intentan alcanzar el cénith. El uso del contrapicado y, en muchas ocasiones, del contraluz, nos muestra una imagen que sobrepasa los límites de lo puramente representativo para convertirse en algo cognitivo, incluso trascendental. El cielo aplastante, se opone a nosotros, nos empequeñece, alcanzando casi la categoría de lo sublime, como sucedía con los Equivalentes de Stieglitz de 1925.

En Epilografías, se mantiene este discurso. Ante unos habitantes en poses de adoración y recogimiento, surgen a su vez pequeñas Ofelias, Niños–Narciso reflejados en los charcos, figuras pensativas para el resto de la eternidad, imperecederas, que salen de todas partes, lo habitan todo, nos interpelan porque han recibido nuestros mensajes y regresan para dialogar. Y es que, en esta necrópolis, ciudad de los muertos, todos despiertan. Juegos de reflejos, juegos especulares, ellos nos acogen con los brazos abiertos. Fraternales, juguetones, reflexivos y algunos melancólicos, nos muestran victoriosos aquellos monumentos conmemorativos que sus familiares han construido para ellos. Alados muchos de ellos, esperan para emprender su vuelo. Mientras tanto, y como una suerte de atracción poderosa, siguen interpelándonos. Y es que Marco regresa a los mismos lugares, a visitar a las mismas entidades, como sucede con la pequeña Carmencita en el cementerio de Ortigueira desde el 4 de diciembre de 1938. Carmencita, conocida por muchos, ha despertado una inquietud deliciosa que nos empuja a ir a verla:

“Fue en víspera de Navidad. Siempre voy al cementerio para ponerle flores a mis padres y… (silencio) siempre hago el mismo recorrido. Bajo el camino central y… entonces la vi… […] Vi como una niña me sonreía… […] No me podía mover. Estaba paralizada. Pensaba que estaba viendo visiones”.[1]

Y es que aquí, a la manera de un epílogo argénteo, Marco concluye su diálogo. Cada fotografía se convierte en un memento mori, pero también quizás en la victoria inevitable de la idea de angelismo y su ensoñación volante.[2]

Virginia de la Cruz Lichet

Marzo 2011©


[1] Entrevista realizada por Susana Cendán a Gloria Pena el 1 de enero de 2008 y publicada en: CENDÁN, S. y DIEHL, V.: Carmencita. 4 Diciembre 1938. Ed. Centro Torrente Ballester, Concello de Ferrol y Concejalía de Cultura, Educación y Universidad. Ferrol, 2009. P. 11.

[2] DURAND, G.: Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Ed. Taurus. Madrid, 1981. P. 122.